Escribo este
artículo en mi calidad de ciudadana uruguaya, haciendo usufructo de la -bendita-
libertad de expresión y gala de la comprensión de algunos (pocos) conceptos a
estrenar, por ser recientes, y quizá también episódicos, por juveniles;
motivada, sin dudas, por la indignación ante la extendida vacuidad de la discusión
política en esta campaña electoral. Fehacientemente
sostengo que los temas políticos -
por más amplio y vano que este concepto pueda sonar - deben cargarse de la
relevancia que conllevan siempre,
pero sobre todo cuando se están disputando proyectos de país, y con esto me
refiero a la vida cotidiana de todos los que dentro de su población nos
contamos: lo que nos sale comer, las leyes que regulan la convivencia y el
trabajo, el acceso y la calidad de la educación de nuestros hijos, sus
derechos, los derechos y deberes de todos. Creo, asimismo, que estos tópicos
deben movilizar a los que serán o no, pero al menos buscan ser, representantes
del pueblo, en este sistema en que vivimos y que se conoce como democracia
representativa. Pero y sobre todo deben importar al pueblo, que es el que va a
ser representado por varias ideas, por un modelo, por numerosas medidas políticas,
por una agenda de derechos, por un modo de relación entre este y sus
gobernantes, y todas sus autoridades y sistemas, incluyendo su aparato
represivo. Juan Pueblo y doña María, como
gusta de identificarse a un individuo cualquiera que sea de la población en
general, debieran debatir de política, debatir, plantear(se) las propuestas que
hay, pensarlas, valorarlas, conversarlas con otros juanes y marías,
instruirse, informarse, cualquiera que sea su nivel de instrucción previa, ante
todo, interesarse. Entender que no todo da ni es lo mismo, y que cada partido
conlleva una historia y una tradición ideológica y de prácticas, y que plantea
un modo de ser, estar y de hacer.
A estos respectos,
me interesa centrar mi argumentación en la tan extendida y a mi entender,
prostituida, palabra CAMBIO. Pareciera que una vez cada cinco años los partidos
políticos, casi sin excepción, resetean la historia y proponen un cambio, por
ende algo distinto. Parece que subestimasen la inteligencia de la gente al
plantear la obviedad de que si un partido político cualquiera - desarraigándose
de su historia, en el común de los casos - sustituye al que gobierna, se
produce un cambio. Ignoro sinceramente la génesis de la utilización de este
vocablo en la política uruguaya, pero recuerdo levemente su uso en la campaña
del Frente Amplio de 1999, y claramente en la del 2004, convirtiéndose además
en casi que un estandarte de este partido. Esto tuvo sentido, entendiéndose que
se trata de un frente (más o menos) de izquierda(s) confrontando con dos
partidos que se relevaban en la conducción del país desde sus más remotos
orígenes, con una postura y un hacer (más, más o menos) de derecha. Tuvo
sentido. Pero ahora parece que todo es cambio, con el agregado de que esta vez,
siendo el Frente gobierno, "cambiar" implica simplemente eso, que
dejen de gobernar unos y empiecen a gobernar otros. Esto es así, porque el
Partido Nacional sigue siendo sus ideas y su historia, y el modo en que sus en
otrora referentes gobernaron al país. Lo mismo con el Partido Colorado, salvando
quizá su tenue episodio escabroso con la democracia de aquellos 70' - 80's, y
el infortunado apellido de su candidato, que pese a su empeño por dejarlo
atrás, persiste en la realidad y en la memoria colectiva. El tan aclamado
cambio es hoy en día una farsa. Votar al Frente no es cambiar, no es cambiar
votar a los partidos tradicionales, sus caras nuevas y sonrientes no son
máscaras que ocultan lo que ya se sabe que hacen si son gobierno, y pese a que
ahora se ha apropiado de esta palabra, no es cambiar votar al Partido Independiente,
el cual a pesar de su apariencia tiene muy poco de izquierda, nada de
revolucionario, y mucho de reformismo, que no es nuevo, no es cambio; quizá lo
sería Asamblea Popular si, a mi entender, no careciera de un análisis real del
modo de implementar sus propuestas en este Uruguay concreto, las cuales por
contestatarias y radicales son las más de las veces irrealizables.
El problema no es
ante esta situación la parálisis electoral, o la desesperación ante la escasa
posibilidad de cambio. Cambio se ha connotado, pero en esencia, no es sinónimo
de "bueno", ni debiera serlo. El problema aquí es la necesidad - ante
la ausencia de análisis - de llamar a las cosas por su nombre, y de esperar de
cada uno lo que tiene para dar. Quedarse con la campaña vial y televisiva, los
enfermizamente pegadizos cánticos (con letras excesivamente generales, que
hablan de cosas que todos queremos: paz, unidad, democracia, fiesta y bailes
colectivos improvisados) y las columneras con rostros maquillados, no alcanza. La
positividad, la alegría y la paz, parecen conceptos que sirven más para un
libro de autoayuda que para una campaña de aquellos que pretenden conducir un
país, porque a fin de cuentas ¿quién no quiere eso para sí mismo y para su
pueblo entero? Pero hay que ir al fondo, a las propuestas, a las medidas concretas,
a cómo estas nos afectan, a quién se pone en cada cargo. La sonrisa en los
rostros de los candidatos y abrazos entre sí, o la paradigmática - casi poética
- caminata con niños correteando, no hacen al germen de la política, no son la
realidad (con un toque más de humor y menos de ironía digo que nunca votaría a
un candidato para que en sus funciones bese a mi hijo si nos lo cruzamos por la
calle). Esto se los pido a los políticos, a los periodistas, pero sobre todo,
se lo pido a aquellos juanes y marías, que son - además - quienes
debieran de exigírselo a estos otros. Un
pueblo que se informa y que cuestiona y propone, forja su destino. El otro es
solo el espectador del teatro vodevilesco que se nos está queriendo imponer.